martes, 17 de febrero de 2009

Wagner lejos de Bayreuth


Querido S.:


La trayectoria del pianista estadounidense Uri Caine se caracteriza por la sabia y atrevida mezcla de estilos y géneros. Desde su brillante Primal Light, en el que hermanaba la música de Mahler con el jazz, la música centroeuropea de entreguerras y, especialmente, el klezmer judío, no se ha amilanado ante las críticas y ha seguido ofreciéndonos, además de una obra jazzística muy interesante (he aquí su último disco, Secrets), arriesgadas versiones de algunas composiciones totémicas: es de destacar su rompedora interpretación de las Variaciones Goldberg de Bach.

Figuras como la de Caine, o la de cualquier innovador en alguna de las artes, provocan vivas y, a menudo, agrias polémicas acerca de la tradición y lo nuevo. Tanto más en la música, donde la inmutabilidad de la partitura invita a una repetición eterna. Pero los artistas más lúcidos son conscientes de que la tradición necesita de constantes revisiones para permanecer viva en la imaginación de las generaciones sucesivas. La radicalidad de algunas propuestas es objeto de escándalo para los más tradicionalistas, incapaces de ver el grado de inteligencia, pasión y amor por la obra versionada que se dedicado a tal empresa. Por supuesto, hay obras y obras, algunas extraordinarias, otras sólo interesantes y muchas fallidas o directamente malas (me acaba de venir a la cabeza el disco de versiones de Tom Waits que perpetró Scarlett Johansson, en el que parecía un gato con faringitis a punto de morir; no se le perdona ni por estar buena).

Si hay compositores poco propicios a la interpretación novedosa de sus obras, uno de los más destacados es, sin duda, Richard Wagner. Y no porque la calidad o tono de su obra no se presten a ello, sino por la megalomanía controladora del autor. En consonancia con su idea de la obra de arte total, Wagner no sólo componía sus óperas sino que además redactaba el libreto, preparaba el montaje y al fin consiguió construir un teatro a su medida. Localizado en la ciudad bávara de Bayreuth y financiado por Ludwig II, el teatro fue edificado según las directrices que Wagner impuso para la correcta interpretación de sus obras, especialmente el colosal ciclo de El anillo del nibelungo. Desde entonces viene celebrándose un festival año tras año en el que se representa la tetralogía de los Nibelungos completa, siendo un lugar de peregrinación obligada para todo incondicional del polémico compositor.


Dos trabajos deslocalizan a Wagner de su residencia habitual para llevarlo, por un lado, a otra ciudad muy querida por él y en la que finalmente murió, Venecia, y por otro, cruza el Atlántico para tomar ritmos latinos en La Habana. Wagner e Venezia no es el trabajo más arriesgado de Caine, pero es un disco excelente que mejora tras cada audición. En él interpreta las grandes oberturas de Wagner, entre otras piezas orquestales de sus obras, con una orquesta de cafetín compuesta por dos violines, un violonchelo, un contrabajo, un piano y ¡oh, escándalo! un acordeón. Frente a la monumentalidad de la orquesta y la expectación cómplice del festival wagneriano, Caine y los suyos se trasladan a dos lugares concurridos, un café y un hotel, e interpretan las partituras acompañados de gente pasando, voces e incluso el repique de las campanas de la iglesia, todo ello registrado fielmente en la grabación.


Si el disco de Caine dio que hablar a los puristas, no me imagino lo que dirían de Parsifal goes La Habana, del productor Ben Lierhouse. Lierhouse somete a Wagner a una fusión sorprendente con canciones cubanas típicas. La celebérrima Marcha nupcial cobra otro color en este disco. Lierhouse tiene otro disco de versiones de Wagner, esta vez con música española: Siegfried’s olé in Spain (joder con el título). Aún no lo he escuchado pero promete. Más allá de las estériles discusiones de los mandarines del arte, la audición de estos discos supone una experiencia musical extraordinaria.

Un abrazo,

Á.

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