martes, 3 de marzo de 2009

James Joyce, dublinés


Querido S.:


Cuando se quieren citar los autores que han revolucionado la narrativa en el siglo XX, surgen como por ensalmo los nombres de Marcel Proust, Franz Kafka y James Joyce. Pueden añadirse otros como Robert Musil, Thomas Mann o William Faulkner, pero la trilogía anterior es ineludible. Proust se sumergió como nadie en las galerías de la memoria, con un estilo moroso y exhaustivo que expresaba hondas leyes psicológicas y sociales. Kafka labró parábolas estremecedoramente proféticas de los horrores del totalitarismo que no llegó a ver. Joyce, por su parte, se valió de una prosa proteica y maleable para recoger todo tipo de estilos, formas, giros lingüísticos, calambures, paronomasias, tropos, y mezclar, además, la media docena o más de idiomas que conocía. Formó con todo ello una imagen intemporal del hombre moderno, dándole un sentido completamente nuevo a la palabra “realismo” (palabra que, como dijo Nabokov, nada significa sin las comillas).



James Joyce nació en un suburbio de Dublín en 1882. Estudió con los jesuitas, hecho que aparecería recurrentemente en su obra como una fascinación por la liturgia y la imaginería religiosa. En 1904 conoció a Nora Barnacle, la mujer que no se separaría de él en toda su vida. Al poco tiempo se exilió con ella de Irlanda para siempre. Volvería sólo en puntuales ocasiones pero transmutó su tierra natal en un paisaje literario reconocido universalmente. Murió en Zurich en 1941.


Joyce es muy popular en especial por uno solo de sus libros, aunque, paradójicamente, es uno de los libros más arduos que los lectores confiesan tener entre manos: Ulises (1922). En esta inmensa novela se narra algo completamente trivial: 16 horas en la vida de un hombre, Leopold Bloom, desde que se levanta hasta que se acuesta. Entre medias, desayuna, defeca, camina por Dublín, charla con conocidos suyos e incluso con quien sospecha que es el amante de su esposa, bebe, se encuentra con otro escritor discípulo suyo y remata el día en un burdel. El último capítulo lo constituye el célebre monólogo de su mujer, Molly Bloom, una mujer franca, directa, sensual.


El libro causó escándalo en su momento por la radical visceralidad de su tratamiento: el cuerpo es uno de los protagonistas principales de la obra, sus partes, sus necesidades, su funcionamiento, sus secreciones, sus trastornos. Los personajes sudan, defecan, fornican, eructan, le conceden, en fin, un protagonismo al cuerpo no visto en la literatura desde la Edad Media. El libro fue acusado, entre otras cosas, de inmoral y vulgar.


Ulises contiene, además, una amplísima gama de registros lingüísticos. Joyce parodia prácticamente toda la literatura occidental ya desde el mismo título. Hay una determinación voraz de incluirlo todo en la novela, empezando por la lengua. Los recursos típicos de la prosa se alternan armónicamente con los específicamente poéticos. Especialmente novedoso fue el tratamiento del monólogo interior, construido ahora a base de intuiciones más que de razonamientos, fuertemente influido por las teorías de William James acerca del flujo de conciencia. Todo ello salvado por un corrosivo sentido del humor que los que se quedan al principio el libro o sólo leen el monólogo final no pueden disfrutar.



Si Ulises es la obra por la que todo el mundo conoce a Joyce (el libro es prácticamente un icono del s. XX: aquí tienes la famosa foto de Marilyn con él en las manos), el resto de su obra también tiene un merecido prestigio, constituyendo la parte publicada antes de Ulises una excelente manera de adentrarse en el mundo de este autor. Hoy quiero recomendarte una de sus obras juveniles: Dublineses (1914) en traducción del ya habitual en este blog Guillermo Cabrera Infante. Se trata de un conjunto de viñetas de contenido naturalista acerca de tipos habituales de las clases medias-bajas de Dublín. Joyce desarrolla en estos relatos la idea de la epifanía, es decir, momentos reveladores que permiten una contemplación privilegiada de algunos personajes. La primera viñeta muestra la relación de amistad entre un adolescente y un viejo cura recién fallecido. El sacerdote le enseñaba los misterios de la misa y le contaba historias de todo tipo. Una vez muerto, el joven sale de ese restringido espacio de confianza y descubre aspectos que no había visto (o no había querido ver) del carácter de su amigo. Todo ello se baña de otra luz. Es de destacar la última viñeta, Los muertos, sobre la que John Huston realizó una película del mismo nombre. Un libro breve y con un estilo cuidado y sencillo del que cuesta separarse.


Un abrazo,


Á.

* * *

"El guardián entre el centeno, la obra más popular y universal de Salinger, le valió a su autor un reconocimiento inesperado y exagerado, con el que íntimamente no estuvo de acuerdo, ni nadie que haya leído un poco. Es una novela literariamente conformista, a pesar de su talante, gratificadora para el lector, reivindicativa de una rebeldía sin causa, acorde con los tiempos y la moda, y que además ha servido de excusa a cualquier pose moderna y a cualquier fechoría presuntamente marginal.

Nada hay que objetar a su artesanía, a sus recursos, a su oportunidad comercial, pero en el resto vale poco. ¿Qué nos viene a decir? Que esta sociedad es una gran castaña, repleta de hipocresía y gobernada por adultos imbéciles, frente a la que sólo cabe oponer una negativa radical, adolescente, sin argumentos y sin discurso, en la que el placer del instante y de los sueños forja el verdadero programa de acción.

No debe extrañar que haya sido acogida como la Biblia por tanto descerebrado. Aún peor: es justificativa, dado que lo justifica todo sin explicar nada. ¿Por qué somos así? ¿Cómo nos hemos convertido en esto? ¿Hay otra vía? De esto la novela ni dice ni insinúa nada. No es una novela sobre la adolescencia, es una novela adolescente."

ALEJANDRO GÁNDARA, Jerome David Salinger, fama y fobias (El Mundo 03/01/09).

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