sábado, 10 de octubre de 2009

El eterno placer de fumar

a
En estos tiempos borreguilmente profilácticos, alegra encontrar defensas del vicio consciente, del placer arriesgado, del correcto uso de la libertad, en definitiva. Otro día espero dedicar un post (o varios; el tema es inagotable) a esas dos lacras de la sociedad que tanto me (nos) gustan: el alcohol y los puros. Te copio íntegramente un artículo aparecido en el cultural de Abc.


El viejo placer de fumar, por Fernando R. Lafuente

«Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar», confesó un octogenario fumador, André Gide. Algo que cualquiera puede encontrar en la lectura de la soberbia novela de Thomas Mann La montaña mágica, en palabras de su protagonista, Hans Castorp: «No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo pensamiento. Sí, puedo decir que como para poder fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme».

¿Cuántas páginas memorables debemos a las caladas de los miles de cigarrillos que, tanto el autor como los protagonistas de sus obras, fumaron con placer? ¿Cuántas vidas de ávidos lectores han salvado de la desesperación esas páginas escritas entre el honorable humo de un cigarrillo? ¿No hay un valor moral en el tabaco, así contemplado?

«Fumoanálisis». Las volutas de ese humo fantasioso envuelven la historia de la literatura. «Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir», escuchamos en el Don Juan de Moliére. Pero mejor leer las «treinta páginas magistrales» que Italo Svevo dedica a los cigarrillos en La conciencia de Zeno (DeBolsillo, 2009), descubrir lo que denomina el «fumoanálisis», la ironía del humo, en la única novela en la que los cigarrillos son el centro de la trama.

Lo que cuentan Julio Ramón Ribeyro en Sólo para fumadores (Menoscuarto, 2009), Richard Klein en Los cigarrillos son sublimes (Turner, 2009) y Allan M. Brandt en The Cigarette Century (Basic, 2009) es la relación del tabaco con todas las cosas importantes de la vida: se fuma mientras se estudia, se ve una película, se lee, se juega al ajedrez, se liga, se pasea, se tienen problemas, se brinda, se ama, se escribe, se pinta, se compone, se es feliz, o después de.

Sin embargo, sin una botella, el cigarrillo está huérfano. ¿Qué habría sido de Rick en Casablanca sin la felicísima conjunción de una botella y un paquete de tabaco? ¿Cómo se puede pensar en la huida de Elsa sin un pitillo entre los labios? ¿Cómo se puede pensar desde el Marruecos de la Segunda Guerra Mundial qué hora es en Nueva York sin el sabor de un whisky de malta y el ardor de un cigarrillo?

Nunca se ha fumado tanto en una película como en esta enorme obra de Michael Curtiz. Buena parte del imaginario occidental creado por novelas, películas, obras de teatro, sobre todo a partir del siglo XIX, está teñido de un humo literario, azul, borrascoso, trágico, sublime. Sublime, sugiere Klein, en el sentido kantiano. La satisfacción estética que conlleva una experiencia mortal. Si la muerte es el fin de un concepto, el de progreso -se vive progresando-, estar enfermo, entonces, será estar vivo. Sólo los muertos no están enfermos. Por eso la vida es, también, una adicción. El cigarrillo es sublime porque proporciona placer y dolor al mismo tiempo. Una conciencia, como la del Zeno de Svevo, trágica. «Una religión», confiesa Ribeyro; «de allí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.»

Espesa bruma. «El tabaco es americano.» Por ello, Pierre Louÿs pudo escribir que «el tabaco es el único placer que los romanos no conocían». Desde Carmen, la cigarrera, al James Dean que pasea al amanecer por un neblinoso Nueva York envuelto en un largo abrigo, con las manos en los bolsillos y, por supuesto, con un pitillo en la boca, la creación artística encontró en el tabaco un hermano, un cómplice, un compañero. Y no hay distingos en esto, ya se trate de la cultura más culta o de la cultura más popular. Era, recuerda Klein, la belleza de los cigarrillos, la plástica, la estética del cigarrillo en las manos, en los labios. Consumiéndose como nos consumiremos todos, unos saboreando la vida, otros en un soplo. Porque «la vida es un cigarrillo» (Manuel Machado). ¿De qué nos servirá esa idea escocesa de construir cementerios para fumadores y no fumadores?

¿Y qué decir del periodismo? ¿Cuántas crónicas, editoriales, reportajes, debemos a la placidez sin límite que el lento consumo de un cigarrillo provocó al autor? Lo cuenta Ribeyro. Estamos en la Agencia France Press, mediados los sesenta del siglo pasado, aquel siglo del tabaco: «A cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde docenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma de nicotina, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.» El viejo placer de fumar o de vivir.

2 comentarios:

  1. Yo fumador no soy (ni debo), pero al Johnnie Walker, o al Brugal, o a la Paulaner les podría dedicar también algunos posts.
    Y no se llama alcoholismo, no. Hoy en día es así: o se te llama reprimido u obseso, o alcohólico o abstemio. O vas a la velocidad que Pere diga o eres el asesino de la carretera.

    Supongo que digo todo esto porque estoy resentido por no poder salir hoy, sábado jaja

    ResponderEliminar
  2. Yo también estoy enclaustrado en casa, así que me dedico a escribir sobre los vicios que debería estar practicando. En fin...

    Yo tampoco fumo habitualmente, pero de cuando en cuando me encanta un puro, sobre todo después de una comida en condiciones. De la Paulaner prefiero no hablar porque podría escribir media Biblia con lo que he disfrutado de esa cerveza. Luego están el whisky, el coñac...

    Me parece bien que se publicite la "vida sana", pero prescribirla a decretazos... La vida española se hace en los bares, pero a este paso el monaguillo que tenemos por presidente los va a convertir en iglesias.

    ResponderEliminar