miércoles, 19 de enero de 2011

Marguerite Duras y la guerra

Durante los últimos años de ocupación alemana, una mujer francesa espera. No come, no duerme, sólo espera que su marido, detenido por ser miembro de la Resistencia, regrese del campo de concentración de Dachau. Llega la Liberación, los alemanes son vencidos, los primeros prisioneros empiezan a llegar a sus casas pero de su marido no hay noticia alguna. Visita asiduamente la administración provisional para saber el nombre de los supervivientes, pero él no aparece en ninguna lista, nadie le ha visto ni sabe nada de él. Al poco aparecen repatriados que sí lo han visto, pero sus noticias son confusas debido al marasmo que supuso la liberación. A las preguntas de ella responden con desesperantes contradicciones. Un día la noticia llega al fin: él ha aparecido, tienen que ir a buscarlo a tal ciudad y llevarlo a casa. 


Pero cuando al fin se halla frente a él, encuentra algo que ni remotamente se parece a su marido. Un despojo humano enfermo de disentería y pesando 38 kg con casi 1'80m. El trayecto en coche hasta su casa se ve ralentizado por sus continuas diarreas y sus pérdidas de sentido. Una vez consultado al doctor, ya en casa, han de alimentarle como a un niño pequeño para que recupere el hábito de comer normalmente. La ingesta de pequeñas cucharadas de papilla dorada como polvo de oro da como resultado diarreas de una fetidez insoportable. El régimen bestial de los campos le ha destruido tanto física como mentalmente. La recuperación será lenta y laboriosa. Eliminar el condicionamiento que le ha impuesto el mundo concentracionario requiere de mucha paciencia y amor, y algunas secuelas no se irán nunca.

Esto es, resumido muy groseramente, lo que cuenta el estremecedor diario El dolor, de Marguerite Duras. La espera febril del marido, Robert Antelme (quien durante su recuperación escribiría un testimonio de su estancia en los campos, La especie humana), y el cuidado amoroso y doliente a pesar de que al poco tiempo se separarían (la Duras mantenía un romance con uno de los líderes de la Resistencia, Dionys Mascolo). Duras escribió estas notas en un estado de vigilia que, tal vez terapéuticamente, le hizo olvidarlas durante años, según cuenta en la breve nota introductoria. Con todo, la hiriente lucidez del resultado lo convierte en un testimonio único de las penalidades de la ocupación. La voz rota y ardiente de la autora relata las horas sin fin, las esperas interminables para un documento burocrático que no llega, la confusión y las inseguridades que provoca el vacío de poder, el regreso a casa de los hombres que marcharon a la guerra. Los que regresan, pues ¿cómo registrar todas las vidas caídas en el campo de batalla, los prisioneros ejecutados, los traidores desaparecidos? Tras la angustia de la espera, sobre las mujeres cae el peso de reparar a los que vuelven y velar a los que nunca volverán.


Dos relatos complementan el antes y el después de lo narrado en El dolor. En El señor X cuenta la evasiva relación que mantuvo con un policía alemán por saber de la suerte de su marido tras la detención. En una de las visitas a la administración ocupante para hacerle llegar un paquete a Antelme, la Duras es aconsejada por uno de los oficiales. X (la autora no quiere revelar el nombre) insiste en quedar a menudo con ella, le invita a comer, le da supuestas informaciones sobre su marido. Está enamorado de ella e intenta cortejarla luciendo su autoridad sobre los ocupados. La Duras siente rechazo y curiosidad por el extraño carácter de X, pero no se atreve a romper la relación con él por si pudiese perjudicar de algún modo a Antelme. El caso ilustra muy bien la asimetría que rige las relaciones entre invasores e invadidos, cómo es imposible una relación verdadera entre dominadores y dominados. El desequilibrio de fuerzas vicia desde el comienzo cualquier intento de establecer lazos. 

Otro relato impresionante y revelador es Albert des Capitales. Se han invertido las tornas: después de la Liberación, los franceses recuperan su soberanía y se dedican a la purga de alemanes y colaboracionistas. Un delator es capturado. Porta con él una agenda en el que un nombre resalta sobre los demás: Albert des Capitales. La Resistencia ha de saber a quién corresponden los nombres de la agenda, especialmente ése. Mascolo le encarga a la Duras el interrogatorio. Lenta e implacablemente ella sonsaca al chivato ayudada por los puños de dos compañeros. La estremecedora descripción de la tortura ocupa varias páginas. El traspaso de poder no se hace sin violencia: los resistentes aplican la justicia no sólo para limpiar la escoria resultante del régimen anterior, también para demostrar que el poder ha cambiado de manos.

Hay otros relatos en este libro, aunque sólo uno (Ter el miliciano) es también un testimonio, como los anteriores. El resto son señalados atinadamente como ficción, en oposición a los relatos verídicos de antes. A mi juicio tienen un interés e intensidad mucho menores, y no deberían recopilarse juntos. Algo parecido a lo que sucede con la llamada Trilogía de la noche, de Elie Wiesel, donde a un testimonio real de su estancia en los campos de la muerte (La noche) se suman dos novelas de ficción (El alba, El día). No es que éstas tengan poca calidad, sino que pertenecen a un orden distinto, y, a mi juicio, no deberían estar recogidas en la misma colección que La noche. Pero más allá de todo esto, El dolor es un libro estremecedor que da cuenta con lucidez diamantina de unas experiencias límite. Pongo a continuación la referencia de la edición que he manejado, de la editorial Alba, aunque, inexplicablemente, el libro no aparece en su página web.

El dolor, de Marguerite Duras
191 págs.
Alba Editorial

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