viernes, 1 de junio de 2012

El placer de la lectura. Y nada más que el placer


Gracias al ínclito José Antonio Montano pude ver por fin el programa de Apostrophes dedicado a Vladimir Nabokov. El gran escritor ruso se explayó sobre su vida y obra, sobre política, mariposas o sobre la fecunda promiscuidad con los varios idiomas que manejaba. El odio que cultivaba hacia las imprecisiones le hacía solicitar las preguntas de las entrevistas por anticipado: si uno se fija en el vídeo comprueba que Nabokov lee todas las respuestas. Eso sí, ocultando coquetamente tras un parapeto de libros las fichas que traía preparadas.

La pasión de miniaturista de Nabokov llenaba sus párrafos con infinidad de detalles referentes a otros tantos aspectos sensitivos o intelectuales. Esta minuciosidad estaba perfectamente calculada y buscaba causar un efecto muy determinado en el lector: que éste recrease exactamente la misma experiencia que había vivido el autor. Como señala Zadie Smith, nabokoviana confesa, en uno de los ensayos de su excelente Cambiar de idea, el ruso tenía una actitud un tanto despótica con los que se acercaban a sus libros: él empleaba todo su arte y se tomaba infinidad de molestias para darle vida a una escena de una forma muy concreta. Por ello, cualquier lectura que se apartase de su intención era errónea.

Cuando uno se encara con alguna de las novelas de Nabokov, esta exigencia se vuelve completamente razonable. La tremenda inventiva verbal y la viveza de las situaciones vuelven un auténtico gozo la inmersión en su prosa. El que acepta su juego y, con ello, sus normas no sale defraudado. Pero exige un esfuerzo correspondiente al que él mismo ha empleado y no todos los lectores están dispuestos a ello. La mayoría tiende más bien a la pereza del best-seller y a la papilla del tópico.

En ¡Despidan a esos desgraciados! Jack Green escribió, refiriéndose a Los reconocimentos, de William Gaddis, y a sus atolondrados críticos:

"El autor tiene derecho a escribir como le venga en gana, ¡que se joda el lector medio!". (pág 122)

Lo mismo que espetó David Simon a los que se quejaban de la complejidad de The Wire (no sé si lo tomó del libro de Green o fue cosecha propia). Todos estos autores son acusados a menudo de autocomplacientes, de regodearse en la dificultad gratuita, de querer humillar al lector con exhibiciones de cultura y de alambicamiento (aunque algo de eso hay en Ada o el ardor, Lucette me perdone). Muy al contrario, lo que autores de esta raza pretenden es poner al lector en un plano de completa igualdad. Nada del mínimo común del más ignorante sino el orgullosos despliegue de la inteligencia, el uso de toda técnica que sea necesaria para plasmar la propia visión, el esfuerzo de expresar una sensibilidad de forma íntegra, abarcándolo todo. Todo ello solo al alcance de los valientes, de los que saben disfrutar de la carnalidad de la frase, de la música palpitante del periodo, de la mirada que se clava como un cuchillo en el vientre de la realidad. Todo ello por el placer de crear y por disfrutar de la creación.

Y ahora Nabokov por él mismo, con subtítulos en castellano. ¡Dentro vídeo!

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