sábado, 8 de diciembre de 2012

Hasta reventar


En alguna de las novelas de Vázquez Montalbán, el detective Carvalho reflexiona acerca del carácter mortuorio de la gastronomía. Los mercados son enormes depósitos de cadáveres por los que el comprador se pasea en busca del mejor ejemplar para llevarlo a casa y, tras una cuidadosa preparación, disfrutarlo en compañía de un buen vino -y de otra persona, si surge. Así, nuestro arte culinaria se asienta en una interminable matanza, confirmando de nuevo el aserto de Benjamin: Todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie. Por supuesto, mientras Carvalho teoriza se dedica a preparar uno de esos suculentos platos por los que da tanta hambre leer sus libros. Y creo que por el camino lanza una pulla a los santurrones vegetarianos hablando de los "gritos de un apio cuando es arrancado" o algo así.

Personalmente no tengo problema en comerme cualquier cosa que ande, nade o se arrastre pero mi hambre y mi precaria cultura gastronómica sí que se han visto a prueba con La gran comilona (La grande bouffe, 1973) de Marco Ferreri. Cuatro amigos quedan un fin de semana en una casa con un objetivo en mente: comer hasta morir. Son nada menos que Ugo Tognazzi, Philippe Noiret, Michel Piccoli y Marcello Mastroianni. En una recargadísima y oscura casona burguesa de principios de siglo, el cuarteto se dedica a cocinar los más elaborados platos y a comérselos sin parar. El cocinillas del grupo, Ugo, prepara almuerzos, comidas y cenas, carnes y pescados, con una dedicación ejemplar. Y en cantidades industriales. Y los cuatro elogian las bondades de la pitanza mientras engullen y engullen. Hablan de aromas y sabores, de la calidad de la carne y de los licores ideales para marinarla.  Aún hay hambre, el gusto no está abotargado y es capaz de distinguir.

Pero no sólo de pan vive el hombre. Mientras disfrutan de la comida, los tragones ven unas diapositivas pornográficas y discuten acerca de la conveniencia de traer a unas putas. Y además se les une una maestra de escuela (Andréa Ferréol) que se suma con entusiasmo a la causa del cebo y que pasa de uno a otro satisfaciendo sus apretones sexuales. Las prostitutas llegan, participan brevemente en la orgía y se marchan espantadas por la determinación de los otros comensales, cuyos cuerpos empiezan a resentirse de los excesos: eructos, pedos y vómitos estallan con naturalidad. Pero nada interrumpe el festín: el ahora quinteto da cuenta de un manjar tras otro sin descanso. 

He tenido que ver esta película en varias tandas por el malestar que me producía. Una sensación de hartazgo, de asco ante la comida, peor que en la más desbocada de las bodas. Cada nuevo plato, cada bocado es como un golpe en el estómago. El negro nihilismo de los personajes (muy bien representado por las caras de lunático de Mastroianni) parece relacionarse con el discurso antiburgués y anticonsumista de los años posteriores al 68. Los cinco comensales tienen profesiones sólidas y respetables, la casa es un museo del mal gusto por saturación de bibelots. A la angustia del ambiente contribuye la oscuridad de la fotografía. Hay quien relaciona esta odisea con cierto rechazo del conformismo y lo establecido (como el autor de este estupendo artículo) pero no acabo de ver qué rebeldía hay en estos cuatro capones que van perdiendo la cabeza a medida que zampan. Más bien me parece que su proyecto, junto con las parodias que van haciendo de los logros culturales como Hamlet o El Padrino, se resume en pura voluntad de destrucción. No hay vida más allá de ese fin de semana, de esa casa, de ese banquete.

Este elogio del hartazgo y de la desmesura es al fin una película muy interesante. Ferreri dio un guión esquemático a los actores y dejó la mayor parte a la improvisación. Causó mucha polémica en su estreno, con razón: esta mezcla de nihilismo, sexo y heces no resulta fácil de ver ni siquiera hoy. Yo se la recomiendo aunque me gane enemigos para siempre.

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