jueves, 29 de mayo de 2008

El fulgor de la experiencia. Sobre las mamis

Querido S.:
Cuando uno está en la escuela y empiezan a sobrevenirle los picores propios de la pubertad, se fija en las compañeras de clase de otra manera. Ciertas partes del cuerpo femenino adquieren redondeces misteriosas y atrayentes. Uno se descubre espiando los movimientos descuidados de la vecina de pupitre, vigilando con ansia el vaivén creciente del pecho, deseando atrapar con muchas manos y morder las caderas insolentes. Ahí comienza una época pajera como no habrá otra en la vida. Todo tiene el aura irresistible y un poco vergonzante de lo radicalmente nuevo. Entre confusión y ocultamiento, se inicia la travesía de descubrimiento del cuerpo propio y ajeno.


El oscuro objeto de deseo más inmediato son las compañeras de clase. De repipis e inaguantables, pasan a representar un motivo de preocupación creciente. Nos sorprendemos pensando continuamente en ellas, especialmente en los sobeteos culpables cada vez más frecuentes. También las vecinas adquieren un relieve que antes no tenían. Las fascinantes mujeres de las revistas van supliendo poco a poco nuestra burricie en materia anatómica. Y cuando al fin conseguimos una revista porno nuestro pasmo es similar a nuestra atracción.


Pero, volviendo a la clase, hay otra figura que atrae con una gravedad irresistible nuestra atención, una figura infinitamente más lejana y, a la vez, más fascinante: la profesora. Si en las compañeras vemos el desarrollo, en la profesora admiramos el cuerpo ya realizado, pleno, la sensualidad en activo (hablo de una profesora aceptablemente joven y atractiva, no uno de esos cuervos aspirantes a miss Mordor que abundan por esos lares). Ahí están nuestros primeros contactos con la coquetería, la elegancia, la seducción. Vemos sin ver el lápiz de labios, la sombra de ojos, olemos el perfume, percibimos oscuramente qué ropa le sienta mejor (las minifaldas y los escotes modelo “Despeñaperros” se llevan la palma). Poco a poco, captando estímulos que no van dirigidos a nosotros, va fraguándose nuestro criterio. Comentaba no recuerdo qué escritor su querencia erótica por los tobillos y situaba el origen de esta obsesión suya en su adolescencia, en los años 40. Por entonces, plena posguerra, las mujeres llevaban la falda prácticamente hasta el suelo, y los lentos avances en el relajamiento de las costumbres se veían en la subida, unos centímetros, de la falda. Así, ellas descubrían muy poco a poco la pierna y alimentaban sin saberlo el fetichismo de los adolescentes.

En ese periodo de nuestra juventud puede detectarse el origen de las obsesiones que nos atormentarán y deleitarán toda la vida. Muchos años después de aquella posguerra, la falda ha subido sin parar; somos más de muslo que de tobillo. Los afortunados que disfrutaron de una profesora jamona sin duda salieron con algo de metralla en el cerebro a causa de esa mezcla explosiva de autoridad, experiencia, novedad y erotismo. 

Y crecemos y crecemos y lo que adquirimos entonces ya nunca nos deja. Nuestro espacio se amplía y llegan los primeros contactos con las chicas (de nuestra edad), besos, caricias, roces cada vez más atrevidos, sexo. Pero el recuerdo de las mamis (las llamaremos así a partir de ahora, además de algún equivalente como “maduritas”) no nos abandona. Contemplamos fascinados cómo hacen la compra, pasean a sus niños, les aplicamos cada vez más una mirada analítica y diferenciamos más agudamente las distintas edades, la ropa que visten, los trucos para disimular el paso del tiempo. También vamos enterándonos, por experiencia propia y ajena, del otro lado de las relaciones amorosas: aburrimiento, infidelidades, tentativas desesperadas de salvar lo insalvable, insatisfacción crónica, profunda infelicidad. Buscamos en las mamis una señora Robinson que alivie en nosotros todo el veneno que acumula dentro. Y cuando vemos sorprendentemente cambiada a alguna mami, gastada y envejecida ayer, radiante y deseable hoy, sospechamos con envidia que se ha buscado un chorizo del gordo que le quite la roña de entre los muslos. Pero sólo nos queda alegrarnos por su inteligencia y su valor, decirle mentalmente al marido que se joda y desear que haya más como ella, que alguna nos tocará.


¿Y qué nos atrae tanto de estas mujeres? ¿A qué edad una mujer se transmuta en una mami? Evidentemente, esta categoría va cambiando con la edad. De adolescentes, incluso una universitaria se nos antoja madura. Posteriormente, consideraremos mamis a las mujeres que superen los 30. De momento no puedo avanzar más en el asunto, pero sospecho que cuando tenga 40 todo esto dará un vuelco y me fijaré como un águila en las de 20. Y desearé que las jóvenes busquen papis…
 

¿Qué hace tan deseables a unas mujeres que ya han dejado atrás la plenitud de la sexualidad? Biológicamente ya han sido superadas. Pero, afortunadamente, no somos animales en sentido estricto. Nuestra educación condiciona fuertemente nuestra sexualidad y nos hace democratizar el goce hasta edades muy avanzadas. El placer por el placer es nuestra divisa y las mamis tienen un magnetismo especial. Tras mucho pensarlo, creo que se debe a un cierto atractivo de la experiencia. Las arrugas, la erosión de la piel, ofrecen la oscura promesa de sabidurías extrañas, tierras llenas de deleites nuevos y extraños. Las maduritas tienen una excitante apariencia de fruta prohibida, una promesa de hambre turbia y misteriosa. La experiencia brilla en ellas y nos atrae con fuerza. Es el regreso de la profesora.
Sigue con salud.
Á.
* * *
Artes de ser maduro

Todavía la vieja tentación
de los cuerpos felices y de la juventud
tiene atractivo para mí,
no me deja dormir
y esta noche me excita.

Porque alguien contó historias
de pescadores en la playa,
cuando vuelven: la raya del amanecer
marcando, lívida, el límete del mar,
y asan sardinas frescas
en espetones, sobre la arena.
Lo imagino enseguida.
Y me coge un deseo de vivir
y ver amanecer, acostándote tarde,
que no está en proporción con la edad que ya tengo.

Aunque quizá alivie despertarse
a otro ritmo, mañana.
Liberado
de las exaltaciones de esta noche,
de sus fantasmas en blue jeans.

Como libros leídos han pasado los años
que van quedando lejos, ya sin razón de ser
-obras de otro momento.
Y el ansia de llorar
y el roce de la sábana, que me tenía inquieto
en las odiosas noches de verano,
el lujo de impaciencia y el don de la elegía
y el don de disciplina aplicada al ensueño,
mi fe en la gran historia...
Soldado de la guerra perdida de la vida,
mataron mi caballo, casi no lo recuerdo.
Hasta que me estremece
un ramalazo de sensualidad.

Envejecer tiene su gracia.
Es igual que de joven
aprender a bailar, plegarse a un ritmo
más insistente que nuestra experiencia.
Y procura también cierto instintivo
placer curioso,
una segunda naturaleza.

JAIME GIL DE BIEDMA, Poemas póstumos.

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