jueves, 4 de febrero de 2010

España no paga a sus héroes...

El redactor estaba tecleando el texto de aquella información de forma rutinaria. Todo lo rutinario que puede ser el ejercicio de dar cuenta de que una persona había perdido la vida a muchos miles de kilómetros del lugar donde nació y en la flor de la edad. Pero para bien o para mal, así es el mundo del periodismo: aquel no era el primer muerto en aquellas mismas circunstancias.

De hecho, era tan sólo el último de una serie que ya comprendía varias decenas. Pero de pronto, sin saber por qué, el redactor se quedó parado. En medio de todos los detalles comunes y consabidos, que plasmaba en su escrito tal y como lo había hecho en tantas otras ocasiones, hubo uno que le chirrió.

No era nada en la descripción del hecho. Así era como se habían producido muchos de los casos anteriores, y la mecánica de los acontecimientos era tan simple como invariable. Releyó las palabras con que esta vez, como otras, la había descrito: convoy, blindados, mina, explosión, militares, talibanes, enfrentamiento, repeler, agresión, bajas, atacantes, heridas, falleció, apoyo aéreo..


Funeral por el soldado español John Felipe Romero, muerto en Afganistán. | Efe.

No encontró la palabra atentado, que él se negaba a utilizar. Llamarle atentado al ataque sufrido por unas fuerzas militares de ocupación (por mucho paraguas de resoluciones de la ONU que tengan), e infligido por insurgentes arraigados en el terreno y que invocan su liberación de una manifiesta dominación extranjera (por muy fundamentalistas religiosos que sean), no es un atentado, no es terrorismo: eso que se hace con civiles indefensos o con uniformados cuya presencia duradera y natural respalda su vinculación al territorio en que se les ataca, en condiciones razonables de objetividad.

Lo que él estaba contando prefería desde siempre describirlo como emboscada, una palabra neutra que se refería a esa técnica de ataque clásica, y propia de la confrontación entre fuerzas armadas asimétricas.

Fue al mirar el retrato de aquel joven latinoamericano de 21 años cuando dio con lo que de pronto le incomodaba. Se refería a él como "el militar de origen..." Y seguía la nacionalidad que le correspondía por el país en que había venido al mundo.

De repente, al redactor, un treintañero que ya no había hecho la mili (y que habría objetado si hubiera seguido existiendo), aquella acotación le pareció ruin e indigna. En el hombro de la guerrera que llevaba aquel joven se veía una bandera española. La bandera por la que había caído. La de un país que ya no exigía a sus hijos que la juraran y la defendieran, y que encargaba esa labor a jóvenes venidos de lejos; siempre inferiores en todo lo que se propusieran hacer o emprender en la vida civil, y a los que se les discutía hasta el derecho a empadronarse, pero no el de morir por lo que quedaba del país que ese trapo simbolizaba.

Corrigió. Antes de su nombre, en lugar de la cicatera perífrasis, puso simplemente: "el soldado español..." Y en los días siguientes comprobó con íntima satisfacción cómo muchos compañeros de otros medios se adherían a su elección de estilo.

El redactor siempre había tendido a creer que muertos así eran seres ingenuos y equivocados. Jóvenes alistados a la guerra de otros, pobre carne de cañón utilizada por el Imperio o por sus adláteres forzosos (ya que el Imperio les protege y les exime de levar en masa a su gente, algún peaje simbólico hay que pagar), y que por obnubilación, imprudencia o simple desesperación renunciaban a su propio interés y su propio proyecto.

Pero la cara de aquel soldado le dio qué pensar. No se equivoca quien da la vida, sea cual sea la causa, y aun si es dudosa. O al menos, no más que quien, por lo que fuere, la regatea.


Pd: Y nuestro Presidente del Gobierno no ha tenido ni siquiera la decencia de ir a su funeral, con la excusa de rezar con Obama en un acto ultra-cristiano de EEUU.